El cine era esto

Entrar a la oficina, a la que era mi oficina, requería de una dosis importante de valentía. El hall central tiene puras ventanas y luz pero, en ese tiempo, las puertas de la sala estaban cerradas con candados (conservo las llaves como souvenir). Había que abrir uno para poder abrir una puerta de par en par y trabarla para que no se cierre al pasar. Era la única fuente de luz dentro de la oscuridad toda. Respirar hondo y abrir las cortinas de terciopelo. Sin mirar más allá. Sin profundizar la mirada para no importunar a ningún fantasma. 

Una vez abiertas las cortinas, la luminosidad apenas traspasaba los primeros metros con un sólo haz sobre la alfombra. Entonces llegaba el momento de volver sobre los pasos y prender el interruptor del foco de sala. Esa única lámpara que iba desde el fondo de la sala a la derecha hasta el principio de las primeras filas a la izquierda. El reflector tardaba en calentarse e iba encendiéndose poco a poco hasta que lograba su máxima expresión (que no era mucha). 


Una vez que todos estos procesos estaban completos quedaba seleccionar la llave de la oficina de mi llavero. Agarrarla con determinación y lista para ponerla en la puerta. Atravesar a paso rápido esas decenas de metros que van de una punta a la otra con la llave en la mano, empuñandola. Llegar al final de la sala, correr la cortina que tapa la puerta, esta vez ya entregada a lo que fuera. Poner la llave, girarla y abrir. 


Abrir a la luz hermosa de las ventanas de la oficina. Abrir y sentir el alivio: ¨ya pasó, está todo bien”.


La primera vez que fui cómo adulta al teatro fue para la entrevista. Paradójicamente pasó hace mucho, pero no tanto, y aún así todo cambió. Sabía que tenía que ir al 5to piso. Ahí estaba la Dirección General. Al salir del ascensor (con paredes doradas) me encontré con el hall en el cual había una recepcionista que preguntó a dónde iba. 

  • Tengo una entrevista con el Director.

  • Muy bien, podés esperar allá en los sillones. 


Esperé sentada en unos sillones que completaban un semi círculo. Un hermoso espacio super sesentero. Digno del lugar. Apenas pasaron unos minutos y la secretaría se asomó a mi espacio y me dijo que me esperaban en la oficina.

 

Cruce la puerta y allí estaban los dos. El Director y mi futuro jefe. La oficina era grande, pero no descomunal, había que recorrer unos metros antes de llegar al gran escritorio en el cual estaban sentados. Uno de lado de la ventana y otro de mi lado. Los saludé y me senté también. Creía que era una entrevista definitiva pero, en realidad, la decisión ya estaba tomada. Ese era el momento en que el Director me conocía, nada más. Quedamos en que comenzaba el 1 de febrero. Faltaban dos semanas para el día. 


Esa primera semana de trabajo me sacaron la foto que fue la cara de mi credencial durante mucho tiempo. Estoy super dorada por el sol, con una musculosa rayada y una gran sonrisa. No lo sabía, pero quizás lo intuía. Había llegado a un lugar que iba a transformarse en mi casa y mi familia. Una casa hecha con butacas, alfombra, grandes silencios y muchos sonidos. Una casa que tenía goteras, mármol, discusiones, fiestas y afiches y programas. Cientos y cientos de programas.


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