El guitarrón

El guitarrón era mi objeto prohibido de la niñez. Tenía que cuidarlo sin tocarlo. Era algo que estaba ahí, muy cerca, para recordarme mi cualidad de visitante. Me tocó ser niña en tiempos en que nada era adecuado para la niñez, sino que transcurríamos en ese mientras tanto hasta que pudiéramos sumarnos a la mesa de los grandes. 
Cuando pienso en el guitarrón tengo dos sensaciones opuestas: una mezcla de unión y diferencia. El departamento era una monoambiente con entrepiso y bajo nivel. En el bajo nivel estábamos el guitarrón y yo. Los fines de semana, cuando yo iba a quedarme a dormir, me tocaba hacerlo en un colchón en el piso de alfombra rojo profundo cerca de él. A veces, no me podía dormir. Me levantaba al baño y lo pateaba sin verlo en la oscuridad. 

Es una guitarra acústica de doce cuerdas, marca Yamaha. Amarilla y negra. O madera clara, casi amarilla y negra. Nunca la ví con las doce cuerdas, pero con seis suena muy bien. Estaba en la casa de Inés desde que la conozco y nunca tuvo funda. La solía tocar mi papá. Las guitarras siempre han estado presentes en mi vida. Alrededor de la familia de mi papá. 

Hace poco recordaba esos momentos de encuentro. Una costumbre muy común de quienes vivieron en dictadura. El tener instrumentos en casa, para poder hacer música. Reunirse y hacer una ronda para cantar y tocar. Cuando más somos familia es en esos encuentros musicales. Cantando las canciones que sabemos, las que generan ritual. Es lindo ese compartir, el saber cómo va a cantar cada uno sin acordarlo. Es un tipo de memoria colectiva. 

Cuando ya me había ido de casa, independizado, recuerdo que me contaron que le habían regalado el guitarrón a mi hermano Nehuen. El máximo tesoro. No sé si lo tendrá o si está en casa de mi familia. No sé qué será de la vida de ese objeto que representaba aquello que no me pertenecía y que, a veces, hacía que yo no pertenezca pero otras veces me integraba.

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